A la claridad pálida de las lámparas moribundas,
entre blandos cojines impregnados de olor,
Hipólita soñaba con las caricias profundas
que levantaron el velo de su tierno pudor.
Buscaba, con los ojos ciegos por la tormenta,
el cielo ya lejano de su ingenuidad,
lo mismo que el viajero que vuelve la cabeza
hacia el claro horizonte que va quedando atrás.
De sus ojos sin luz, las perezosas lágrimas,
el cansancio, el estupor, la triste voluptuosidad,
Sus brazos vencidos, tirados como armas vanas,
todavía servía y contribuía, a su frágil belleza.
Tendida a sus pies, tranquila cual tigresa,
Delfína la observaba con los ojos ardientes,
como un animal fuerte, que vigila su presa,
después de haberle hecho una marca con sus dientes.
Belleza fuerte, de rodillas ante la joven bellota,
soberbia, aspiraba voluptuosamente
el vino de su triunfo y se tendía hacia ella
como para obtener un dulce agradecimiento.
Buscaba en los ojos de su pálida victima
el mudo cántico que entona el placer,
y esa gratitud infinita, sublime
que sale de los párpados como un largo suspiro.
"Hipólita querida, ¿qué dices de estas cosas?
Comprendes bien ahora por qué no has de ofrecer
el sagrado holocausto de tus primeras rosas
al huracán violento que las pudiera deshacer?
Mis besos son ligeros, lo mismo que las brisas
que acarician por la tarde los lagos transparentes,
y los de tu amante hundirán tus mejillas
como abre la tierra la reja del arado.
Carlos Baudelaire
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